La Wagner



El poder de los cuerpos de La Wagner, expuestos y admirables, ha hecho pensar a más de uno en la cabalgata de las valquirias. Pero su poder no es el de las valquirias solamente, sino sobre todo el de sus corceles, esos que toleran el peso y la distancia, y siguen andando con las pezuñas contra el suelo entre los despojos de la batalla, entre los restos hediondos y tibios de los mutilados.



Ellas todo lo infligen y todo lo aguantan, entre sí y a sí mismas. La Wagner, entre sus largas escenas de tortura y autoflagelo guionados, dedica una -también larga- ventana a la náusea, una hecha de arcadas tan reales que nublan la posibilidad de que sean fingidas, un malestar y una incomodidad que hermanan a cualquier ser humano con cualquier otro, que en ese momento y lugar tortura a los espectadores porque su condición les impide rescatar al intérprete sufriente.

La representación temblequea, con dos dedos agujerean el velo delicado de la escena y en una arcada presionan un rostro contra el muro invisible que rodea a la obra. El resultado desactiva la protección de los espectadores que quedan expuestos, quizás más que esos cuerpos desnudos. Como en una obra en la que un actor se tienta y ríe francamente, pero con efectos acaso opuestos, diferentes sin duda, algo del orden de lo inevitable se hace presente. Un gesto performático, real o simulado con realismo avasallante, que por un instante hipnotiza, intolerable pero imposible de abandonar en la perversión del sufrimiento espectacularizado.

Como esa risa auténtica del actor que se tienta sin remedio, el dolor y el malestar físico de otro ser humano generan una incomodidad empática inescapable. No parece inmediatamente una “activación” del rol de la audiencia, tanto como una condena a permanecer pasiva, observando, sentada en la silla ante un hecho atroz, un sacrificio de la persona por el arte.

LA WAGNER

De Pablo Rotemberg, con Ayelén Clavin, Carla Di Grazia, Josefina Gorostiza y Carla Rímola

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