Sueños y acantilados



"Vivimos como soñamos, solos." Lo escribió Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas y viene muy a cuento de Sueños y acantilados, creo yo. Todo inicia con un Narciso recién estrellado contra sí mismo, despeñado desde quién sabe que pequeñas alturas a la velocidad de sus propias cavilaciones.

Este Narciso, que en verdad lleva por nombre Irineo, se ha precipitado al interior de un mundo húmedo, hecho de vino y lágrimas, en el que los sueños lo ayudan a abandonar el cruel encierro al que ha quedado confinado dentro del oscuro sótano de su mente sin descanso.

El conjuro surte efecto: los sueños lo lanzan a una epopeya, a bordo de un barco embotellado. Los personajes que lo rodean encarnan, acaso, algunas de las reflexiones que lo agobian. El ser humano queda puesto en perspectiva en tanto tal y en tanto timonero de su propia vida. ¿Qué lo distancia de los demás seres vivientes y de los objetos del mundo?

Uno de ellos pugna por sustraer el resto que lo diferencia. Otro, en cambio, se empecina en hacer de su vida una obra capaz de trascender. Otro, aún, prefiere el amoroso abrazo del sinsentido, de la inutilidad, de la mera contemplación. Mientras tanto, Irineo sueña su camino hacia una epifanía final, improbable e inesperada, que cierra la obra.

Actuaciones formidables dan vida a personajes que, especialmente en algunos casos, se exponen magníficamente caracterizados; verdaderas criaturas oníricas, tan contradictorias que inquietan y atraen a la vez. Extensos parlamentos los iluminan en solitario aún durante algunos diálogos: la complejidad temática del texto dramático y su frecuente verbosidad reclaman en la platea mentes bien dispuestas a ejercicios de destreza; su notable cualidad poética deja latente el anhelo por regresar al texto, por recorrer algunas líneas nuevamente, paladear el color de un sonido junto al otro. En fin, eso que tan bien suele hacer la poesía.

Sueños y acantilados

De Alejandro Sly.
Dirección: Mónica Maffía

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